A veces la vida se parece mucho a un partido de voleibol. Cada punto, cada pase y hasta cada caída dejan una enseñanza, igual que cuando cuidamos una huerta. En ambos casos hay que tener paciencia, constancia y muchas ganas de mejorar.
El voleibol se ha convertido en mi deporte favorito porque me hace sentir libre, activa y feliz. Me encanta la energía que se vive en la cancha, cuando todos se apoyan, gritan de emoción por un punto o se animan después de un error. Es un deporte que une, que enseña a confiar en los demás y a trabajar en equipo para alcanzar un objetivo común.
También me gusta porque me ayuda a liberar el estrés y olvidar por un rato las preocupaciones. Cada vez que juego, me concentro solo en el momento: el balón, la red y mis compañeros. Y aunque a veces se pierde, siempre se aprende algo nuevo, igual que en la vida o cuando algo no sale bien en la huerta.
Al final, el voleibol me ha enseñado que los mejores resultados se logran con esfuerzo, práctica y actitud. No solo se trata de ganar, sino de crecer en el proceso, de aprender a levantarse y seguir intentándolo una y otra.
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